22/9/14

Rítmica del tiempo - Galería Schlifka Molina - 2014


















Vértigo
Al relatar su viaje a Estambul algunos años después de su exilio, Joseph Brodsky sugiere al lector adoptar una actitud escéptica. No por haber incurrido en algún tipo de falacia o argucia malintencionada, en cual caso el engaño no sería revelado; sino porque admite que cada observación se resiente de los rasgos personales del observador. El hábito no repara en sutilezas, menos aún cuando las sutilezas se desparraman en grandes lienzos color pastel. En ocasiones como esta la incredulidad se convierte en aliada.
Cuando los colores saturados desaparecen, los rojos brillantes ya no contrastan con azules y amarillos, algo se silencia, el sistema se transforma. Verónica Di Toro tenía un sistema de códigos que usaba para agrupar módulos ortogonales de manera precisa y ordenada. Dentro de ese sistema existían familias de módulos de todos los tamaños, pequeños modulitos que se combinaban unos con otros formando un patrón, y enormes módulos que ocupaban por completo los espacios que habitaban. El alfabeto ahora es otro.
Lo módulos siguen siendo módulos, siempre lo serán, de eso no cabe duda, sin embargo su rectitud parece haberse distendido: los módulos se han relajado. Las perpendiculares se recuestan unas sobre otras, como libros en una biblioteca desordenada. Las formas que los componen padecen cierta anomalía difícil de precisar, por momentos las proporciones se descompensan, se deforman, por momentos parecen  personajes de Xul Solar que se olvidaron que su lenguaje es el neocriollo y no la abstracción geométrica. Las figuras siempre tan rigurosas presumen una falsa suavidad, encastran unas con otras, apacibles y envolventes, casi algodonadas. Estas formas no son un acercamiento de algo que los excede sino una unidad casi completa, se contienen a sí mismas.
El efecto nunca es el esperado, aquel infaltable efecto óptico que históricamente acarrean las obras que indagan en la geometría como lenguaje primordial y en el color como medio de transporte,  parece ahora un accidente imperceptible: una ilusión mínima de movimiento en el mundo exterior que gira alrededor del individuo. Un hálito de vértigo, un comienzo de lipotimia.
Hete aquí la exigencia de un espectador escéptico y perspicaz, que no se ahogue en un vaso de pigmentos apastelados,  capaz de apreciar un código de colores ajustadísimo y la vibración atenuada de sombras que apenas se anuncian. Hay que ser un poco desconfiado para apreciar una geometría que ha abandonado la solemnidad.
Sofía Dourron – septiembre de 2014