Por Magdalena Jitrik
Pájaro de 500 voces (a cerca de ¿Cuál? de Verónica Di Toro)
Mientras veo estos cuadros de Verónica Di Toro, me viene a la mente otra pregunta, mas bien la pregunta insidiosa sobre qué es la pintura o por qué la pintura. Es inquietante porque cuando ensayo una respuesta, se corresponde casi únicamente con estos cuadros, o a la tradición geométrica a la que pertenecen. Eso me lleva a pensar que habría tantas definiciones o descripciones de la pintura como cuadros o pintores. Tantos factores definitivos como hechos pictóricos.Pienso que en el caso de estos cuadros, la pintura es la operación visual y material que produce la imagen de un universo que no existe, o que no vemos. ¿No existe? Me lleno de pensamientos circulares. La pintura sería una práctica al mismo tiempo que un instrumento de visión, de ese universo que crea, o que hace visible. Una pintura, un objeto real y material, creado para producir consecuencias en los ojos, la visión de canales coloríferos que avanzan paralelos, todos resplandeciendo. Es el testimonio de la invención de cada color.Me pregunto cómo es esta práctica particular, en donde la reducción extrema de sus componentes terminan por construir, por el contrario, un sistema ampliado, enorme, infinito. Con el silencio de las formas trabaja la estridencia de los colores. Con la quietud de las rectas, la velocidad del movimiento. Entonces, ¿por qué la pintura? ¿por qué su experiencia intransferible?
Por Mercedes Mac Donnell. Los Inrockuptibles Nº98
Detrás de su aparente uniformidad, los cuadros que presenta hasta fin de mes Verónica Di Toro, esconden su encanto en los detalles mínimos que hacen a su diferencia.
Dicen que observadas a una distancia muy pequeña, las obras de Piet Mondrian revelan desprolijidades, pequeñas manchas, zonas donde la pintura tapa un error o una salpicadura. La anécdota no deja de sorprender, por que si hay algo que aparenta una perfección casi matemática es un Mondrian. Pero, a la vez, revela una obstinada manera de mirar el arte abstracto, reduciéndolo a una formalidad fría, calculadora y decorativa; una mera combinación de colores dispuestos en orden geométrico – o no -, casi como un quehacer que bien podría llevar adelante una máquina sin la necesidad de que medie algo así como la “experiencia del arte” (por llamarla de alguna manera). Totalmente ajena a estas cuestiones y definiciones, Verónica Di Toro presenta sus cuadros en la galería Alberto Sendrós con la expectativa puesta no tanto en el efecto que tendrán sobre los visitantes, sino en el “tiempo de contemplación” que cada uno de sus trabajos reclama para ser “visualizado”. Se trata de obras apaisadas, de formato grande, emparentadas entre sí por la repetición de líneas paralelas. Ninguna es igual a otra, pero todas escapan a una descripción particular (de ahí el título de la muestra, menos desafiante que divertido por la desorientación que podría provocar en el espectador). Todo aquel que les dedique más de dos segundos (fracción de tiempo que la mayoría de las veces se le concede a un cuadro abstracto, por suponer que no puede ofrecer nada más que sus aciertos formales) descubrirá detalles, pequeños relieves en los que sobresalen las capas de acrílico, zonas donde la secuencia de colores transmite una fuerza impecable y fascinante, capaz de derribar aquello que dice que el arte pasa por “entender” o “transmitir un mensaje”, y no por la simple experiencia de enfrentarse a una obra para, sencillamente, ver qué pasa.
Detrás de su aparente uniformidad, los cuadros que presenta hasta fin de mes Verónica Di Toro, esconden su encanto en los detalles mínimos que hacen a su diferencia.
Dicen que observadas a una distancia muy pequeña, las obras de Piet Mondrian revelan desprolijidades, pequeñas manchas, zonas donde la pintura tapa un error o una salpicadura. La anécdota no deja de sorprender, por que si hay algo que aparenta una perfección casi matemática es un Mondrian. Pero, a la vez, revela una obstinada manera de mirar el arte abstracto, reduciéndolo a una formalidad fría, calculadora y decorativa; una mera combinación de colores dispuestos en orden geométrico – o no -, casi como un quehacer que bien podría llevar adelante una máquina sin la necesidad de que medie algo así como la “experiencia del arte” (por llamarla de alguna manera). Totalmente ajena a estas cuestiones y definiciones, Verónica Di Toro presenta sus cuadros en la galería Alberto Sendrós con la expectativa puesta no tanto en el efecto que tendrán sobre los visitantes, sino en el “tiempo de contemplación” que cada uno de sus trabajos reclama para ser “visualizado”. Se trata de obras apaisadas, de formato grande, emparentadas entre sí por la repetición de líneas paralelas. Ninguna es igual a otra, pero todas escapan a una descripción particular (de ahí el título de la muestra, menos desafiante que divertido por la desorientación que podría provocar en el espectador). Todo aquel que les dedique más de dos segundos (fracción de tiempo que la mayoría de las veces se le concede a un cuadro abstracto, por suponer que no puede ofrecer nada más que sus aciertos formales) descubrirá detalles, pequeños relieves en los que sobresalen las capas de acrílico, zonas donde la secuencia de colores transmite una fuerza impecable y fascinante, capaz de derribar aquello que dice que el arte pasa por “entender” o “transmitir un mensaje”, y no por la simple experiencia de enfrentarse a una obra para, sencillamente, ver qué pasa.